Rezar, orar, meditar
Un libro y unas circunstancias me han recordado épocas casi juveniles, hace más de 35 años. Por entonces escribía mi primera novela, que presenté al Planeta y ¿pueden creer que no me lo dieron?… Para la segunda tardé unos 30 años más (hace sólo 4 ó 5 que se publicó), pero eso es otra historia.
El caso es que allí se relataban, entre otras cosas, aventuras digamos espirituales, y aparecían el rezar, orar y meditar. Este blog se detiene hoy, lo dejamos así con mis artículos, libros, bloguerías y demás colgados de la nube, y he pensado poner como punto, quién sabe si aparte o final, algunos párrafos de lo que escribí hace tantos años.
— ¿Qué has hecho encerrado en el monasterio? —preguntaba una de las protagonistas a un cura amigo, que salía de un retiro.
— Rezar, orar, meditar.
— ¿No es lo mismo?
— En principio no, aunque en definitiva, a lo mejor sí que lo es. ¿Quién sabe?
— A ver si te explicas un poco mejor.
— Rezar es una acción mental, es una conversación: pedir el acercamiento al Absoluto con nuestra mente racional. Orar es intentar sentir la realidad e inmediatez de Dios en nuestro interior: es quizás algo más de sentimiento que de raciocinio. Meditar es trascender nuestros pensamientos, contactar con lo que no es mente, ni raciocinio, ni sentimiento, ni pensamiento, ni siquiera personalidad, dentro de nosotros mismos.
Son las siete de la mañana.
Suavemente abandono mis pensamientos. La multitud de ideas y escenas que surgen pierden su consistencia rápidamente al no ser aceptadas como propias, sino como algo ajeno que se puede observar desde fuera, sin identificación.
El silencio interior se va produciendo. Queda el deseo de vaciarse por completo de sí mismo: dejar marchar el ego y apego de sí que dificultan el contacto con los estratos más superiores de mi interior.
La conciencia asciende por el torbellino para irse a situar en el punto más elevado. Desaparecen los últimos restos del loco parloteo del pensamiento. La mente queda fija en una vibración de amor e inmensidad.
La respiración se hace lenta, hasta el punto que parece desaparecer por completo. Los latidos del corazón disminuyen también a la mínima expresión. El cuerpo se diluye y desaparece totalmente de mi conciencia de ser.
Los estados se van sucediendo desde los más materiales a los más sutiles, no con continuidad sino a saltos, uno detrás de otro, claramente diferenciados.
Y allí, tan cerca y tan lejos, ese final que solo se presiente pero cuya sola sospecha constituye la mayor fuente de felicidad que nunca hubiera podido imaginar. El universo se manifiesta en mi mismo. Cada una de mis moléculas, cada uno de mis átomos es el universo.
La verdad está dentro y las barreras que impiden el paso al interior han caído.
Después paz, percepción, invulnerabilidad, conciencia, armonía comprensión, amor.
— Y entonces en los momentos finales de tu vida y tu consciencia ¿qué harás? ¿rezar? ¿orar? ¿meditar?
— No se lo que haré, se lo que me gustaría hacer: Primero pensar en Dios de la forma más pura y desprovista de cosas externas que pudiera; lo mas cercano posible al Espíritu y Verdad de Dios (sin ropajes, imágenes ni aditivos de esos que tanto nos gusta ponerle según nuestras ideas), deseando con todas mis fuerzas mi unión con Él. Esto sería rezar y orar. Después anular mi yo, próximo a extinguirse, para que lo fundamental y eterno que hay en mí saliera voluntariamente hacia esa Unión y completar así las tres cosas, convirtiéndolas en una: rezar, orar, meditar.